Cristo rechazado. El Señor vino con una misión especial del cielo a la tierra. Fue enviado a Israel, su propio pueblo, al que había sacado de Egipto, acompañado por el desierto y establecido en Canaán. “A lo suyo vino, y los suyos no le recibieron” (Jn. 1:11). El mundo no lo conoció e Israel no quiso recibirlo. Fue despreciado y rechazado por los hombres.
Cuando nació como un Niño en la ciudad de David, no hubo lugar para él en la posada. Tampoco lo hubo más adelante en Jerusalén ni en su templo. Incluso entre los suyos, el Señor no tenía dónde reclinar la cabeza. ¡Qué comentario tan elocuente sobre la religiosidad humana! Esta es la prueba de que, por muy disciplinada que parezca la naturaleza humana –incluso con la Ley de Dios como tutor–, el corazón caído sigue sin tener lugar para esa vida eterna que estaba con el Padre y se manifestó en la persona de Jesús.
Cristo recibido. Sin embargo, no todos lo rechazaron. Algunos sí recibieron al Hijo de Dios. Lo acogieron en sus corazones. Y aún hoy, en este mundo que lo ha desechado, hay corazones en los que Jesús tiene un lugar. Felices aquellos en los que él habita; son verdaderamente privilegiados. Pero debe ser una obra del corazón. Una cosa es conocer a alguien de vista, saber su nombre y verlo pasar por la ventana; otra muy distinta es abrirle la puerta de casa y darle la bienvenida.
Para muchos, Jesús es solo un nombre familiar, pero él sigue siendo un desconocido para sus afectos. Nunca han abierto la puerta de su corazón para recibirlo. Sin embargo, si queremos conocer lo que es verdaderamente la vida de Dios, debemos recibir al Señor Jesús.
¿Nos preguntamos si somos hijos de Dios? El Señor responde: “El que tiene al Hijo, tiene la vida” (1 Jn. 5:12).