Dios, en su soberana sabiduría y poder, ordenó en ese preciso momento los acontecimientos del gobierno humano para cumplir su propia voluntad. Augusto César decretó que todo el mundo –el Imperio Romano– fuera empadronado. Lucas menciona que este censo se llevó a cabo cuando Cirenio era gobernador de Siria, lo cual ocurrió al menos seis años después. Aunque en ese momento nadie podía prever tal retraso, Dios usó esa circunstancia para llevar a José y María a Belén en el tiempo exacto del nacimiento de Cristo. Como José –y también María– descendía de la casa de David, Belén era la ciudad donde debía registrarse. Así se cumplía la profecía: Aquel cuyas salidas han sido “desde el principio” nacería en Belén (Miq. 5:2); el Dios eterno, ahora hecho hombre, “nacido de mujer”.
¡Qué milagro tan glorioso de la gracia! El Creador del universo se hizo un niño, necesitado de los cuidados y el afecto de su madre. No se nos pide que comprendamos plenamente cómo puede ser esto; se nos pide fe sincera, y nuestra respuesta solo puede ser adoración profunda y reverente.
¡Cuán diferentes son los pensamientos de Dios de los pensamientos humanos! Jesús no nació en un palacio ni entre los poderosos, sino en las condiciones más humildes, entre los pobres de la tierra. No hubo proclamaciones oficiales ni celebraciones públicas que anunciaran el nacimiento del Gran Rey de reyes. Es más: como no había lugar para ellos en la posada, fue acostado en un pesebre.
Aún hoy, no hay lugar para él en la estructura social del mundo. Si se menciona su Nombre, rara vez es con el deseo de recibirlo verdaderamente. Pero para el corazón del creyente, los eventos que rodearon su nacimiento nos conducen a una profunda adoración.