El esposo llama a la puerta, intentando que le abran. Con ternura se dirige a los afectos de su amada: desea restaurar a quien se ha alejado. Su conmovedora súplica –“Ábreme”– expresa los anhelos de su corazón, que arde por llenar el de ella. Le prodiga palabras de afecto: “Hermana mía, amiga mía, paloma mía, perfecta mía”. Le recuerda todo lo que ella representa para él. El amor fallido de la esposa no ha cambiado los pensamientos del esposo hacia ella. Y entonces, como un llamado decisivo, le habla de su sufrimiento por amor. Para despertar sus afectos, ha enfrentado la noche, el frío, la oscuridad y el rocío.
¿No vemos en toda esta escena los medios que emplea Cristo para despertarnos de nuestra indiferencia y hacernos saborear nuevamente su amor? Durante la noche de su ausencia, podemos buscar nuestras comodidades en este mundo. Pero él nos ama demasiado como para permitir que nos alejemos de él sin llamarnos. Es verdaderamente solemne si el Señor llega a decirnos: “Dormid ya, y descansad” (Mt. 26:45). Si nos extraviamos, él nos sigue con su gracia que restaura, y llama a nuestra puerta.
¡Qué tristeza si llega un momento en que esa puerta se le cierra! Nuestra tibieza laodicense puede forzarle a decir: “Ábreme”. Estas palabras son profundamente conmovedoras. Si bien revelan con dolor que nuestros afectos se han desviado y nuestros corazones están vacíos e insatisfechos, también testifican del amor inalterable de Cristo y de su deseo de llenar nuestras almas con su bendita Persona.
Pero Cristo nunca se impone a un alma. Está dispuesto a entrar, pero es la esposa quien debe abrir la puerta. Tal vez gemimos por lo poco que le amamos… Recordemos esto: Cristo desea llenarnos, si tan solo le abrimos. Nuestros afectos dormidos son despertados al entender que, a pesar de todos nuestros errores, Jesús todavía nos ama.