«Nací en una familia atea, hostil incluso a la idea de que Dios pudiera existir. Hasta los 23 años nunca oí hablar de Dios. Un día, en el trabajo, encontré un evangelio. En ese momento tenía muchas preguntas sobre Jesús. Buscaba certeza sobre la autenticidad histórica de ese hombre que había venido al mundo en una aldea perdida del imperio romano y que había cambiado la historia de la humanidad.

Cuando leí ese evangelio fue como si una luz estallara repentinamente. Tenía la certeza de que Dios estaba allí, presente, y que había otro mundo, un mundo real, tan real que, comparado con él, nuestro mundo solo es una sombra destinada a disolverse. Yo, que antes era ateo, me encontré en una dimensión donde todo era claro, obvio, innegable. Era como una fuerza irresistible que me obligaba a mirar la realidad con los ojos de la fe, una certeza luminosa de haber visto la verdad con toda su fuerza, toda su evidencia. ¡Una verdad que me fue mostrada sin que yo la esperara ni la mereciera!

Cuando leí los evangelios, todas mis convicciones, mis prejuicios, mi presunción intelectual, mi aspiración al libertinaje, se hicieron añicos. Fue una experiencia abrumadora y muy dura, tierna y violenta a la vez. ¡Un verdadero misterio! Los evangelios provocaron en mí una verdadera conmoción, pues las preguntas que me surgieron al leer sobre Jesús fueron densas, y las respuestas esclarecedoras».