«¡De un momento a otro podemos vernos incomprendidos y aislados! Nos sentimos solos cuando perdemos a un ser querido. Nos sentimos solos cuando nos olvidan, e incluso cuando nos desprecian o rechazan. Pero el Señor Jesús nos invita a acercarnos a él. Y, sobre todo, él mismo se acerca a nosotros. Durante el tiempo que estuve prisionera por mi fe cristiana, sentí la presencia de Jesús a mi lado como nunca antes. Cuando la soledad me abrumaba, hablaba con mi Señor. Dentro de esos gruesos muros, que me aislaban de los demás, experimenté realmente que nada podía separarme del amor de Dios. También descubrí que Dios había permitido que estuviera en la cárcel para compartir el evangelio con aquellos que nunca lo habían escuchado. Dios me dio la capacidad de sobreponerme a mis tristezas para hablar de Jesús a otros presos. En el transcurso de un año, veinticinco de ellos aceptaron a Cristo como su Salvador. “La palabra de Dios no está presa”. Es poderosa, e incluso concede la libertad a nuestro espíritu en momentos de angustia y cautiverio. A los ojos de los hombres somos personas despreciadas, al margen de la sociedad, pero ante Dios somos embajadores del cielo.
Abre nuestros ojos, Señor, para que veamos las cosas como tú las ves».
Isaías 5 – Gálatas 2 – Salmo 38:1-8 – Proverbios 12:21-22