La muerte está aquí, muy cerca. Hasta ahora no hemos pensado mucho en ella, salvo en los funerales de otras personas… Pero rápidamente alejamos de nuestra mente la idea de que pudiera llegar a nosotros. Debemos admitir que la muerte, ese salto a lo desconocido, da miedo…
Ayer el médico fue suficientemente claro en cuanto al diagnóstico, aunque se sintió un poco incómodo y no quiso dar un plazo. Confirmó lo que el paciente sentía interiormente, tras meses de luchar contra la enfermedad. Además, no hacía falta un diagnóstico médico: bastaba con ver la mirada turbada de los familiares para comprender, en esa mezcla de compasión y fatalismo, que era el final.
¿Se acabó? No, antes de que nuestra mente se hunda en un letargo ineludible, debemos tomar una decisión. Si hasta ahora siempre hemos dejado de lado a Dios, si hemos vivido la vida sin preocuparnos por él, porque para nosotros la religión no es más que una serie de limitaciones absurdas, un condicionamiento mental destinado a hacer que la gente se sienta culpable… ¡podemos optar por no hacer nada, y enfrentarnos solos a la muerte y a lo que vendrá después! Pero también podemos dirigirnos a Jesús pidiéndole que nos acompañe en este último paso.
Entonces dejaremos de lado nuestro orgullo para decir a Jesús: «Durante toda mi vida no quise saber nada de ti, merecería que me dejaras solo, pero ahora tengo miedo, y te necesito… Tú perdonas, lo sé, me tomarás de la mano y me llevarás al cielo».
Isaías 9 – Gálatas 5 – Salmo 39:1-6 – Proverbios 12:27-28