El apóstol Pablo fue encarcelado dos veces en Roma. En cada ocasión esperaba el juicio en el tribunal del emperador, y cada vez permaneció tranquilo y activo para su Señor. Hablaba de él con los que encontraba, escribía cartas a las iglesias locales. Pero había una diferencia entre los dos encarcelamientos: en el primero, el apóstol sabía que sería liberado, pero en el segundo, sabía que su partida de este mundo estaba cerca. En efecto, fue condenado y dio su vida por Cristo.
¿Cómo sabía esto incluso antes de ser juzgado por el emperador? Era un secreto entre él y su Señor.
La primera vez estaba dispuesto a morir, como también a quedarse y servir al Señor. Pero al pensar en los creyentes de la ciudad de Filipos que lo necesitaban, comprendió que sería liberado. Escribió: “Y confiado en esto, sé que quedaré, que aún permaneceré con todos vosotros, para vuestro provecho y gozo de la fe” (Filipenses 1:25).
La segunda vez, las circunstancias eran tan abrumadoras que el apóstol se sintió solo. Pero se mantuvo firme y confiado, convencido de que su situación estaba en las mejores manos, es decir, las de Jesucristo. ¡Sabía que iba a morir, pero miró más lejos, más alto! El Señor “me preservará para su reino celestial”, escribió (2 Timoteo 4:18). Estaba dispuesto a dejar este mundo como vencedor, y terminó su carta alabando a Dios: “A él sea gloria por los siglos de los siglos. Amén” (2 Timoteo 4:18).
Isaías 20-21 – 2 Tesalonicenses 2 – Salmo 42:7-11 – Proverbios 13:12-13