En la Biblia, el libro del “Éxodo” narra cómo Dios sacó al pueblo de Israel de Egipto, entonces prisionero del Faraón, y lo condujo por el desierto hasta la libertad. Después de cuarenta años de camino, al llegar a la tierra prometida, los israelitas ofrecieron a Dios los primeros frutos de su cosecha. Recordaron la condición de esclavitud en la cual habían vivido sus padres, y cómo habían sido liberados: “Clamamos al Señor el Dios de nuestros padres; y el Señor oyó nuestra voz” (Deuteronomio 26:7). Estrictamente hablando, este era el grito de sus antepasados, pero también era su propio grito.
Luego (versículo de hoy), la noche de la Pascua, al celebrar esta fiesta, los israelitas debían volver a leer la historia de la salida de Egipto. Esto les recordaba que ellos eran los beneficiarios de esta liberación. Era un motivo para dar gloria a Dios, como también para contar con él para el futuro. Dios sigue siendo el Dios de la liberación.
Lo mismo ocurre con las enseñanzas de Jesús en el Nuevo Testamento. Para que no se olviden o sean ignoradas, deben ser transmitidas a las generaciones siguientes, a fin de que cada uno sepa que fue por él que Jesús vino, sufrió la muerte de la cruz y resucitó. El apóstol Pablo escribió: “El Hijo de Dios… me amó y se entregó a sí mismo por mí”. Aceptar esta verdad para uno mismo es la fe.
Isaías 19 – 2 Tesalonicenses 1 – Salmo 42:1-6 – Proverbios 13:11