Justin y otros seis cristianos comparecieron ante el prefecto de Roma. Este, al ver a Justin vestido de filósofo, le preguntó qué doctrinas profesaba.
–He adquirido toda clase de conocimientos, respondió Justin. He estudiado en todas las escuelas de filosofía, y finalmente he llegado a la única doctrina verdadera, la de los cristianos, esos hombres despreciados por todos los que son ciegos.
–Miserable, ¿sigues esa doctrina?, gritó el prefecto.
–Sí, y con gozo, porque sé que es la verdad.
El prefecto lo amenazó de muerte si persistía en su convicción, pero el testigo de Cristo respondió:
–Puedes torturarme, pero seguiré poseyendo la gracia que asegura la salvación y que es compartida por todos los que pertenecen a Cristo.
Tal fue la respuesta llena de confianza de Justin, quien, después de haber estado alejado de la verdad durante tanto tiempo, por fin había encontrado una esperanza viva.
El prefecto trató de persuadir a Justin y a sus compañeros para que «sacrificasen a los ídolos». Pero Justin respondió:
–Ningún hombre cuerdo abandona una certeza divina para dedicarse al error y a la impiedad. Solo deseo sufrir por el nombre de Jesús, mi Salvador, ante cuyo tribunal compareceré con confianza.
Estos mártires se alegraron y alabaron a Dios por haber sido considerados dignos de sufrir y morir por Cristo. Después de ser azotados, les cortaron la cabeza. Fieles hasta el final, estos mártires recibirán la corona de la vida que el Señor prometió a los que le aman (Santiago 1:12).
Éxodo 17 – Hechos 13:1-25 – Salmo 30:1-5 – Proverbios 10:31-32