Los religiosos de la época reprochaban a los discípulos de Jesús el hecho de no lavarse las manos antes de comer. Jesús respondió mostrando que lo que contamina al hombre es lo que sale de nuestro corazón, es decir, nuestros pensamientos (Mateo 15:18-20).
Cuidémonos de medir la pureza interior según las formas exteriores.
Nuestro corazón es el que necesita ser purificado en primer lugar, para que nuestra vida también pueda serlo. Se trata de aceptar con gratitud el amor de Dios, que nos perdona y nos lava de nuestros pecados. La pureza de corazón es obra de Dios. “Crea en mí, oh Dios, un corazón limpio”, oró David. Y el apóstol Pedro dijo: “Ninguna diferencia hizo entre nosotros y ellos (judíos y no judíos), purificando por la fe sus corazones” (Hechos 15:9).
Por supuesto, esta pureza de corazón se muestra en los hechos. La vida de un creyente que tiene un corazón puro es transparente ante Dios y ante los hombres. Sus pensamientos y motivaciones son sin rodeos ni bajezas.
Un corazón puro tiene como centro solo a Dios; es lo contrario de un corazón de doble ánimo, que persigue dos objetivos. Solo Jesús tenía un corazón absolutamente puro, desprovisto de duplicidad. Nosotros los cristianos estamos llamados a seguir esta pureza (Hebreos 12:14). Este esfuerzo constante es posible gracias al poder del Espíritu Santo que actúa en nosotros.
Solo los puros de corazón verán a Dios. Lo ven ahora con los ojos de la fe, pero un día verán a Jesucristo “tal como él es” (1 Juan 3:2).
Éxodo 28 – Hechos 20:1-16 – Salmo 33:16-22 – Proverbios 11:21-22