Ser misericordioso es mirar al otro, al prójimo, al que sufre o al que me hace sufrir, con la misma mirada de Dios, es decir, con Su bondad. Pero la misericordia no es solo una actitud interior, sino que se traduce en hechos concretos. Dar de comer al hambriento, dar de beber al sediento, acoger al extranjero, visitar a los presos y a los enfermos… esta es la misericordia en acción. Tampoco olvidemos las obras de misericordia menos visibles: aconsejar a los que dudan, enseñar, exhortar a los que se dejan dominar por el mal, consolar a los que lloran, interceder por todos los hombres…
Lo sorprendente de esta bienaventuranza es la correlación que presenta entre nuestra experiencia y la acción de Dios. Es como si Dios nos tratara de la misma manera que nosotros tratamos a los demás. De hecho, encontramos esta correlación en muchas de las palabras de Jesús. Por ejemplo: “Perdónanos nuestras deudas, como también nosotros perdonamos a nuestros deudores” (Mateo 6:12). Dios quiere que reproduzcamos su carácter, y por eso nos capacita para que actuemos con los demás como él lo hizo con nosotros. Pero cuidado, ser misericordiosos no nos hace merecedores de la misericordia de Dios. ¡Nuestra misericordia es el resultado de la gracia de Dios! El apóstol Pablo solía repetir: “Fui recibido a misericordia” (1 Timoteo 1:13, 16).
“Sed… misericordiosos, perdonándoos unos a otros, como Dios también os perdonó a vosotros en Cristo. Sed, pues, imitadores de Dios como hijos amados” (Efesios 4:32-5:1).
Éxodo 21 – Hechos 15:36-16:10 – Salmo 31:14-20 – Proverbios 11:7-8