El lago está tranquilo, sus aguas son claras. Como si de un espejo se tratara, los abetos se reflejan en él y, por encima, el cielo comienza a adquirir tonos amarillos y anaranjados. Para tomar la foto, espero el momento en que todo se torne rojo. Pero, de repente, unas manchas oscuras aparecen en el lago… ¡la brisa se levanta! Las manchas se mueven, se hacen cada vez más grandes e invaden toda la superficie. El lago ya no refleja nada, ni a los árboles ni al cielo. ¡Se ha vuelto oscuro, y parece profundo y hostil!
En lo que se refiere a nuestra alma, cuanto más tranquila, sumisa y confiada esté en Dios, tanto más se reproducirá la imagen del Señor en nosotros, y conoceremos más el alcance de su gracia, fundamento de nuestra paz. Al contrario, cuanto más se agite nuestra alma, menos reinará esta gracia en nuestro corazón a través de todas las circunstancias de nuestra vida.
A menudo nos inquietamos tratando de resolver todo por nosotros mismos. Pero es mejor permanecer tranquilos bajo la mirada de Dios, dejarle actuar en nosotros con su sabiduría y su poder. En cualquier situación, aprendamos a mantener la paz del corazón por medio de la fe, mediante la oración. Entonces el Espíritu Santo nos guiará y nos ayudará a vivir para el Señor, mucho más de lo que podríamos hacerlo con nuestros propios esfuerzos.
¿Quién debe reinar en la mente de un creyente? El Dios de paz.
La paz de Dios quiere acompañarnos como un inmenso río que fluye, poderoso y apacible.
Éxodo 34 – Hechos 23:12-35 – Salmo 35:15-21 – Proverbios 12:1-2