Un teólogo inglés de la primera mitad del siglo XX (20) escribió una anécdota con un comentario que nos interpela: «La fecha de la coronación del hijo mayor de la reina Victoria se había fijado para abril de 1902. Los preparativos se habían adelantado y todo estaba listo para las impresionantes celebraciones asociadas a este gran acontecimiento. Reyes y emperadores de todo el mundo habían sido invitados a la ceremonia real. El programa había sido elaborado y el hijo de la reina iba a ser coronado como Eduardo VII (7) a una hora y en un día determinados. Pero Dios intervino y todos los planes humanos se desbarataron. El príncipe Eduardo sufrió un ataque de apendicitis y su coronación se pospuso varios meses.
Reconocer verdaderamente la soberanía de Dios nos obliga a someter nuestros planes a su voluntad. A él le corresponde determinar las circunstancias de mi vida, la riqueza o la pobreza, la salud o la enfermedad. A él le corresponde determinar la duración de mi vida».
Este texto no pretende hacer de nosotros personas resignadas o fatalistas, pero nos recuerda que Dios es soberano. Su deseo no es contrariarnos, ni quitarnos la responsabilidad, sino hacer que nos volvamos a él, que nos apoyemos en él con confianza, que le permitamos dirigir nuestra vida. Dios, quien sacrificó a su Hijo Jesucristo para salvarnos, no podría ser indiferente a nuestras necesidades, y las satisface según su sabiduría y su amor.
“Haciendo él (el Dios de paz) en vosotros lo que es agradable delante de él por Jesucristo” (Hebreos 13:21).
Job 31 – Hebreos 12:12-29 – Salmo 132:13-18 – Proverbios 28:15-16