Todos pasamos por momentos difíciles un día u otro y conocemos el sufrimiento físico, moral o psicológico debido a las dificultades de la vida. Ensimismados en nuestro dolor, pensamos que somos los únicos que sufrimos, nos aislamos y nos compadecemos de nosotros mismos en una espiral sin esperanza…
¡Levantemos la cabeza e invoquemos a nuestro Creador! ¡Él quiere y puede ayudarnos! Dondequiera que nos encontremos, incluso en el fondo del abismo, él puede alcanzarnos y darnos esperanza. Se ha revelado como el Dios que nos ama y cuida de sus criaturas. Podemos experimentar lo que vivió David: “Pacientemente esperé al Señor, y se inclinó a mí, y oyó mi clamor. Y me hizo sacar del pozo de la desesperación, del lodo cenagoso; puso mis pies sobre peña, y enderezó mis pasos” (Salmo 40:1-2).
Clamar a Dios y pedirle ayuda nos permite liberarnos de este abismo de desesperación, tenderle la mano y tomar la suya. Su deseo es responder a los que confían en él: “Se complace el Señor en los que le temen, y en los que esperan en su misericordia” (Salmo 147:11).
Dios mío, concédeme no compadecerme de mí mismo, sino buscarte en cada circunstancia. ¡Tú nunca fallas, y tu mano siempre está tendida hacia mí! Concédeme, en cambio, ser sensible a los sufrimientos de los demás y ayudarles con mis escasos recursos.
Ester 9-10 – Juan 18:19-40 – Salmo 119:121-128 – Proverbios 26:25-26