La madre de Damaris había enseñado a su hija a orar y a confiar en Dios, y oraba mucho por ella. El padre, profesor universitario, solía decir: «Cada uno puede hacer su salvación a su manera. Haz lo que es correcto y no tengas miedo de nadie. Personalmente, no puedo creer en Dios, y me siento bien con ello».
En medio de estas contradicciones, Damaris no podía decidirse. Cuando tenía diecisiete años fue alcanzada por una enfermedad incurable. Su madre buscó fuerzas en la oración y rogó a Dios para que su hija creyera en él. Su padre estaba totalmente desconsolado y desarmado.
Un día, cuando los padres estaban sentados junto a la cama de su hija, Damaris dijo a su padre: «Sabes que mi estado es grave. Dime quién tiene razón, ¿tú o mamá? ¿Existe un Dios? ¿Hay siquiera un Salvador? ¿Hay una vida eterna y una esperanza de volver a vernos, o no hay nada de eso?».
El padre palideció, presa de una intensa lucha interior. Luego tomó la mano de su hija y dijo con voz entrecortada: «No creía. Pero ahora te ruego: si puedes, cree en Jesús como tu madre. Veo que hay momentos en los que no se puede subsistir sin fe».
Después de muchas luchas internas, Damaris abrió su corazón a Jesús y puso su confianza en él. Ahora solo deseaba una cosa: volver a ver a su padre en el cielo.
“Las armas de nuestra milicia no son carnales, sino poderosas en Dios para la destrucción de fortalezas, derribando argumentos y toda altivez que se levanta contra el conocimiento de Dios, y llevando cautivo todo pensamiento a la obediencia a Cristo” (2 Corintios 10:4-5).
Job 15 – Hebreos 6 – Salmo 123 – Proverbios 27:17-18