«Después de ser puesto tras las rejas, tuve que soportar horas de duros interrogatorios. Finalmente me llevaron a una celda repugnante, donde había otros prisioneros. Era un grupo patético de seres humanos sucios y hambrientos, quienes de repente se convirtieron en mis compañeros por un tiempo indefinido.

Un hombre me miró y me preguntó:

–¿Por qué estás aquí? Yo también me preguntaba lo mismo. Pero la única razón era el Evangelio de Jesucristo.

Entonces me di cuenta de que el Señor me había puesto entre esos cautivos, porque ellos estaban allí sin ninguna esperanza. No solo padecían hambre física, sino también espiritual. Empecé a hablarles de mi fe en Dios, y su reacción fue increíble.

Dos de los prisioneros eran cristianos desanimados. En cuanto empecé a hablar del amor y del perdón, se pusieron a llorar. Cayeron de rodillas, confesando sus pecados y derramando lágrimas de arrepentimiento. Durante los tres meses siguientes, muchos de los prisioneros aceptaron al Salvador.

La oscura, sucia y maloliente celda de la prisión se transformó en un lugar luminoso. El cambio fue tal, que dos guardias también aceptaron al Señor. El lugar donde se proferían maldiciones se transformó en un santuario lleno de cantos de alabanza y esperanza.

Todos podemos dar fruto en el lugar donde estemos, para la gloria de Dios y la salvación de los demás».