“Vete de tu tierra y de tu parentela” (Génesis 12:1). Esto fue lo que Dios ordenó a Abraham: debía dejar lo que amaba. Pero, ¿para ir a dónde? “A la tierra que te mostraré”. Entonces Abraham dejó su país y también, en varias etapas, a su familia. Se dejó guiar por Dios y llegó al país de Canaán, tierra que su descendencia heredaría. Tal fue la fe de Abraham: escuchó el llamado de Dios y obedeció confiando en sus promesas.
Un hecho sorprendente lo esperaba: el país al que llegó estaba ocupado por pueblos idólatras e inmorales. ¿Debía declararles la guerra? No, pues Dios todavía quería mostrar su paciencia hacia esos pueblos. Entonces Abraham vivió en ese país prometido como en tierra extranjera. ¿Estaba resignado, desanimado? ¿Se devolvería? ¡No! Sabía que iba a poseer el país, él o sus descendientes. ¡Pero incluso veía más alto! Aunque fue llamado a dejar un país para poseer otro en la tierra, esperaba una patria mejor, es decir, una patria celestial, la que Dios preparó en el cielo para todos los creyentes (Hebreos 11:16).
Abraham también comprendió que vería el reinado glorioso del Mesías en la tierra, y para él fue un inmenso gozo poder verlo por la fe (Juan 8:56).
Así Abraham, el padre de los creyentes, sintió una profunda felicidad y una gran esperanza. ¡Todo esto tiene un significado para nosotros hoy! La confianza en Dios, la seguridad de que él cumplirá lo que prometió, siempre serán una fuente de paz y felicidad.
Job 10-11 – Hebreos 3 – Salmo 120 – Proverbios 27:11-12