A pesar de la prohibición del emperador Carlos V, en Lausana (Suiza) en octubre de 1536 hubo un debate sobre temas fundamentales de la fe cristiana: ¿Cómo puede ser justificado ante Dios el hombre pecador? ¿Debe hacer obras meritorias y sufrir para expiar sus pecados? ¿Es suficiente creer en el Señor Jesucristo, el Hijo de Dios, quien se dio a sí mismo por los pecadores, una vez por todas? ¿Su sacrificio debe ser renovado o completado?
Pierre Viret, conocedor de la Biblia, y Guillaume Farel, evangelista, expusieron claramente los temas. Basándose en la Biblia, dieron testimonio del poder del Evangelio recibido simplemente por la fe. Luego Jean Tandy, a quien se había dado la misión de contradecir a Farel, se levantó:
“Mis hermanos, dijo, no querría cometer el pecado de resistir a la verdad divina. Reconozco ante todos haber estado cegado y engañado durante mucho tiempo… Ahora he escuchado la verdad. Veo que es necesario aferrarse solo a Jesús, atenerse a su Palabra, no tener otro jefe, conductor y Salvador que Aquel quien, mediante su sacrificio, nos hizo agradables al Padre. Pido perdón a Dios por todo lo que hice y dije en contra de su honor. También les pido perdón, pues les enseñé mal”.
Dios declara justo al hombre que se arrepiente y cree que Cristo llevó sus pecados en la cruz. Por la fe somos “justificados en su sangre”, es decir, mediante su muerte (Romanos 5:9). Porque Dios resucitó a Jesús, el creyente tiene la seguridad de que la obra de Cristo es perfecta.
Oseas 5-6 – 2 Corintios 12 – Salmo 107:1-9 – Proverbios 24:1-2