Ante la cruel Atalía, que quería usurpar el poder, Joás, el hijo del rey Ocozías, escapó a la muerte gracias a la intervención de su tía. Estuvo escondido durante 6 años, y empezó a reinar a los 7, con la ayuda de su tío. Mientras este fue su tutor, el reinado de Joás fue bueno: los ídolos fueron quitados y se trabajó en la restauración de la casa de Dios. El celo del rey conquistó al pueblo, quien contribuyó con su dinero y su trabajo a la consolidación de este edificio, en el cual se pudo realizar nuevamente el culto al verdadero Dios.
Sin embargo, poco después de la muerte de su tío, la actitud de Joás cambió notablemente, pues escuchó a los jefes del pueblo que lo indujeron a volver a la idolatría. Dios le envió profetas para traerlo al buen camino, pero Joás persistió en su actitud. Incluso mató a Zacarías, un hijo del tío que se había ocupado de él, porque Zacarías le reprochó sus extravíos.
¡Qué desenlace fatal! De hecho, la muerte de su tío reveló la calidad de la “fe” de Joás. En realidad, solo era un barniz religioso. Entonces mostró su verdadera cara: la de una persona capaz de comportarse como un criminal frente a los que lo exhortaban de parte de Dios.
Necesitamos tener una fe personal, una relación viva con Dios, y no una cultura cristiana. Si en nuestra infancia descansamos en la fe de nuestros padres, un día tendremos que creer por nosotros mismos.
2 Crónicas 27 – 1 Corintios 16 – Salmo 105:1-6 – Proverbios 23:4-5