Me regocijo en tu palabra como el que halla muchos despojos.
La señora Li vivía con uno de sus hijos en China. Como eran muy pobres, ella dormía en el establo con las cabras, pero eso no le impedía ser feliz. Oyó hablar de Jesús por primera vez a principios de los años 60. Después de fracturarse una pierna trabajando en el campo, estuvo postrada en la cama durante ocho meses. Pero un día improvisó dos muletas y fue a casa de un conocido en un pueblo cercano, donde tuvo la oportunidad de conocer a un cristiano. Esto sucedió en plena revolución, cuando el cristianismo estaba estrictamente prohibido.
La señora Li se sintió profundamente conmovida por el testimonio de este hombre. Hablaba con Dios como si fuera un padre amoroso. Al final de la oración, la anciana hizo muchas preguntas: «¿Quién es ese Dios? ¿Puede ser también mi Padre?». Entonces aceptó a Jesús como su Salvador y supo así que Dios era su Padre. A partir de ese momento empezó a asistir a las reuniones secretas en las que se leía la Biblia. No sabía leer, pero le hubiera gustado tener ese precioso Libro.
Mucho tiempo después, cuando se acercaba a sus 96 años, supo que estaban distribuyendo Biblias en una iglesia. Sin dudarlo, y a pesar del largo camino que debía recorrer, se puso en marcha. Una gran sonrisa iluminó su rostro cuando, por fin, tuvo su Biblia en las manos. Dijo: «Ahora que tengo mi propia Biblia, puedo pedir a mi familia que me la lea todos los días».
“A todos los que le recibieron, a los que creen en su nombre, les dio potestad de ser hechos hijos de Dios” (Juan 1:12).
Eclesiastés 2:12-3:22 – Santiago 5 – Salmo 138:6-8 – Proverbios 29:9-10