A pesar de tener una ayuda mecánica, el hombre respiraba con dificultad. Su rostro, delgado y pálido, mostraba que el final se acercaba. De repente expresó débilmente una oración en un susurro apenas audible por sus hijos que estaban a su lado: «Mi Dios y Padre… Tú ves mi extrema debilidad… Te doy gracias, tierno Padre… en el nombre de Jesucristo. Amén». Estas fueron sus últimas palabras. Unas horas más tarde, el alma de este cristiano se unió pacíficamente al hogar celestial de los que ponen su confianza en Jesús el Salvador. Su cuerpo se convirtió en polvo, y espera la venida del Señor para resucitar y unirse al alma que ya está en el lugar de descanso con Jesús.
Este hombre no era mejor que nadie, pero comprendió que la vida en la tierra es solo un pasaje, y que somos seres mortales. Había aceptado a Jesús como su Salvador. Su larga vida, llena de circunstancias felices y difíciles, fue simplemente
¿Podemos expresar lo mismo? ¡Estas convicciones provienen de nuestra fe en Jesucristo!
“Le dijo Jesús: Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá. Y todo aquel que vive y cree en mí, no morirá eternamente. ¿Crees esto?” (Juan 11:25-26).
Deuteronomio 24 – Juan 14 – Salmo 119:81-88 – Proverbios 26:15-16