Marta y María habían informado a Jesús sobre la enfermedad de su hermano Lázaro, y pensaban que él iría a Betania para curarlo, pues apreciaba mucho a estos tres hermanos. Pero Jesús iba a dar gloria a Dios, no sanando a Lázaro, sino resucitándolo públicamente. Después de la muerte de Lázaro, Jesús fue a la aldea para consolar a Marta y a María, quienes salieron a su encuentro. En su dolor no entendían por qué Jesús había tardado tanto en venir. Su incomprensión las llevó, una tras otra, a expresar su tristeza, que incluía este reproche: “Señor, si hubieses estado aquí, mi hermano no habría muerto”. El corazón divinamente sensible del Señor compartió su dolor, e incluso lloró. Pero ellas debieron aprender que Jesús es Dios, y por lo tanto el Señor del tiempo y de todas las cosas. Solo había esperado el momento oportuno para acudir en su ayuda y revelarles las maravillas de la resurrección futura.

Como cristianos, a menudo nuestra actitud ante las pruebas es similar a la de Marta y María. Limitamos el amor del Señor, y a menudo también su poder. No entendemos el plan de Dios y dudamos de su presencia con nosotros: ¿Por qué Dios ha permitido una prueba tan larga y dolorosa? Comprender lo que ha preparado para nosotros supera nuestra razón. Pidamos a nuestro Dios que fortalezca nuestra confianza, nuestra fe en las promesas de su Palabra. Retengamos lo que el Señor dijo a Marta: “¿No te he dicho que si crees, verás la gloria de Dios?”.