Se acercaba el momento en que Jesús iba a ser crucificado. El sufrimiento y la soledad se hacían cada vez más intensos. Estaba solo frente a la hostilidad y el odio de los hombres, aunque algunas voces se levantaron a su favor: “Verdaderamente este es el profeta”. “Otros decían: Este es el Cristo” (Juan 7:40-41). Nicodemo, un miembro del tribunal judío, trató de defenderlo. Pero todas esas voces se silenciaron rápidamente, y Jesús quedó solo.
Fue traicionado por un discípulo, negado por otro, y luego abandonado por todos. Él ya lo sabía: “Me dejaréis solo” (Juan 16:32; Mateo 26:56). Cuando fue juzgado por los principales de los judíos, y luego por Pilato, ninguna voz se levantó en su favor, ningún amigo defendió su causa, no tuvo ningún abogado.
Entonces ¿qué sucedió en el alma del Señor? Algunos pasajes de los salmos nos dan la respuesta: “El escarnio ha quebrantado mi corazón, y estoy acongojado. Esperé quien se compadeciese de mí, y no lo hubo; y consoladores, y ninguno hallé” (Salmo 69:20). “No te alejes de mí, porque la angustia está cerca; porque no hay quien ayude” (Salmo 22:11). “Mira a mi diestra y observa, pues no hay quien me quiera conocer; no tengo refugio, ni hay quien cuide de mi vida” (Salmo 142:4). Jesús permaneció junto a su Dios y Padre: “No estoy solo, porque el Padre está conmigo” (Juan 16:32).
Pero en la cruz, Jesús clamó: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?” (Marcos 15:34). Fue abandonado porque llevaba nuestros pecados, los pecados de todos los que creen en él.
Jeremías 22 – Lucas 22:47-71 – Salmo 96:1-6 – Proverbios 21:21-22