Hace algunas décadas, los economistas pensaban que el aumento de la productividad permitiría tal mejora de la calidad de vida, que los hombres serían más felices y fraternales. En efecto, se produjo una mejora real y significativa, pero también se generó una insatisfacción persistente debido a la mala distribución de la riqueza y del trabajo, acarreando así el problema del desempleo…
La Biblia nos dice algo muy diferente. La felicidad del hombre solo puede provenir de una buena relación con Dios y, por extensión, con sus semejantes. Esto es lo que da verdadero sentido a la vida, y no la riqueza material con sus propios placeres.
Si creo en el Señor Jesús y en el valor de su sacrificio, mis pecados son perdonados y tengo la vida eterna. Es como entrar en un mundo nuevo: el mundo del amor de Dios. Nos lo reveló dándonos el regalo más extraordinario: su propio Hijo. Frente a tan gran regalo, entiendo que ya no me pertenezco a mí mismo. Esta nueva vida me compromete a consagrarme a Dios, tratando de agradarle. Entonces se establece una relación feliz con Dios; pero no lo veo como alguien que exige, sino como el que da y al que uno se entrega. El amor es recíproco, aunque mi respuesta al amor de Dios por mí sea débil respecto al amor con el que él me ha amado.
“En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó a nosotros, y envió a su Hijo en propiciación por nuestros pecados” (1 Juan 4:10).
Jeremías 13 – Lucas 18:18-43 – Salmo 92:1-4 – Proverbios 21:3-4