Lázaro, un amigo de Jesús, estaba enfermo (Juan 11). Sus dos hermanas enviaron el mensaje a Jesús, quien no estaba en la región. Ellas esperaban que él viniese a sanarlo. Pero Jesús tardó en ir, y dijo a sus discípulos que esta enfermedad era para la gloria de Dios. ¡Y Lázaro murió! ¡Qué tristeza para sus dos hermanas, decepcionadas por la actitud de Jesús! Luego fueron a su encuentro y le dijeron que, si hubiese estado allí, su hermano no habría muerto. Otros también hicieron sus comentarios: Jesús acababa de curar a un ciego de nacimiento, ¿no podría haber curado a Lázaro? (1er versículo del día). Tenía el poder para librar del dolor y la enfermedad. ¿Era indiferente a la enfermedad de Lázaro? ¡Esto era incomprensible! ¿Qué quería enseñarles?
Jesús fue al sepulcro donde reposaba el cuerpo de Lázaro, muerto hacía cuatro días. Lloró con las dos hermanas, hizo quitar la piedra que cerraba la cueva y resucitó a Lázaro. Todos descubrieron la tierna simpatía de Jesús y su compasión, pero también su poder, más fuerte que la muerte. Si hubiese curado a Lázaro, la gloria del Hijo de Dios no habría brillado tanto.
¡Cuántos «¿por qué?» en nuestra vida de cristianos! Un fracaso, un accidente, una enfermedad, un duelo, ¡y Jesús no intervino! ¿No podría haberlo hecho? Si no lo hizo, estemos seguros de que tiene sus razones. Él nunca es indiferente a nuestras penas, y quiere mostrarnos su simpatía y librarnos, de una forma que nunca hubiéramos conocido de otra manera.
Éxodo 3 – Hechos 4 – Salmo 24:7-10 – Proverbios 10:5-6