Ante la muerte, Jesús nos dice, como una vez dijo a una madre que había perdido a su único hijo: “No llores” (Lucas: 7:13). Lejos de ser insensible, Jesús lloró con los que lloraban ante la tumba de Lázaro, su amigo. Pero el consuelo supremo que Jesús nos da es que él mismo murió por nosotros, que resucitó y está vivo. Así, todos los que creen en él resucitarán para estar siempre con el Señor.
Si elegimos obedecer a Dios con humildad y confiando en su gracia, podemos sufrir por ello, perder amistades, una carrera profesional, etc. En este caso, llorar es experimentar tristeza por esta pérdida que sufrimos. Si la aceptamos, porque elegimos obedecer al Señor, Jesús nos hará experimentar la felicidad del consuelo, la alegría de ser testigos de Cristo, con la sensación de su presencia a nuestro lado.
Daniel, deportado a Babilonia, estaba muy afligido debido a la dispersión de su pueblo. Sin embargo, continuó orando tres veces al día, a pesar del decreto del rey que lo prohibía. Arrojado al foso de los leones, fue sacado ileso al día siguiente, y presentado como testigo del poder de Dios en todo el imperio (leer Daniel 6).
“Ellos recibirán consolación” (Mateo 5:4).
“Enjugará Dios toda lágrima de los ojos de ellos; y ya no habrá muerte, ni habrá más llanto, ni clamor, ni dolor; porque las primeras cosas pasaron” (Apocalipsis 21:4).
Éxodo 1 – Hechos 2 – Salmo 23 – Proverbios 10:1-2