El día que Jesús iba a ser crucificado era un día festivo en el que, Pilato, el gobernador, solía ofrecer a la multitud liberar a un condenado a muerte. Por lo tanto, el público tuvo que tomar una decisión. Por un lado estaba Barrabás, un asesino que esperaba en la cárcel su ejecución, y por otro lado estaba el Hijo de Dios, quien había venido a salvar a los hombres. ¡Había que elegir entre los dos! Uno sería llevado al suplicio, el otro sería liberado. Pilato se dirigió a la multitud y preguntó: “¿A quién queréis que os suelte: a Barrabás, o a Jesús, llamado el Cristo?”. Y ellos respondieron unánimes: ¡A Barrabás! Para despejar cualquier duda, Pilato añadió: “¿Qué, pues, haré de Jesús, llamado el Cristo?”. “Todos le dijeron: ¡Sea crucificado!”. Pilato tomó agua y se lavó las manos ante la multitud, diciendo: “Inocente soy yo de la sangre de este justo; allá vosotros”. Y el pueblo respondió con esta aterradora expresión: “Su sangre sea sobre nosotros, y sobre nuestros hijos”. Habían rechazado su amor y ahora asumían la responsabilidad de su juicio.
La decisión estaba tomada: Barrabás sería liberado y Jesús crucificado entre dos criminales. Antes de la puesta de sol, su cuerpo fue colocado en la tumba.
Pero Dios intervino. Al tercer día, Jesús resucitó y apareció vivo a sus discípulos reunidos. Dios hizo triunfar su poder y la grandeza de su amor resucitando a Jesús de entre los muertos. El justo, el príncipe de la vida, atravesó victorioso la muerte, para salvar a todos los que creen en él.
Éxodo 2 – Hechos 3 – Salmo 24:1-6 – Proverbios 10:3-4