Una señora distribuía folletos bíblicos en la cubierta de un barco. Un hombre recibió uno y le echó un vistazo rápido. Cuando descubrió de qué se trataba, lo despedazó y lo tiró por la borda. Con satisfacción observó cómo el viento hacía girar los trozos de papel que luego caían al agua.
Por la noche, mientras guardaba su ropa en el camarote, vio un pequeño papel pegado a su chaqueta. Era un trozo del folleto que había roto, y solo tenía dos palabras: “Dios”, “Eternidad”, una en cada lado.
Solo dos palabras, ¡pero le impidieron dormir! Daban vueltas y vueltas en su cabeza. Bebió una copa de brandy para relajarse, pero fue en vano.
Dios… Es necesario tenerlo en cuenta, nos guste o no.
Eternidad… ¡Qué palabra tan amenazante! ¡Qué corta era la vida que le quedaba por vivir, comparada con la eternidad! ¿No debería considerar seriamente el asunto?
No sabemos durante cuánto tiempo estas dos palabras agitaron la conciencia de este hombre. Sin embargo, un día escuchó el Evangelio de Jesucristo, quien vino a la tierra para reconciliar a los culpables con el Dios santo y darles la vida eterna. Entonces, por la fe, recibió la buena noticia y encontró la paz para su conciencia y el gozo para su corazón.
“¿Se ocultará alguno, dice el Señor, en escondrijos que yo no lo vea? ¿No lleno yo, dice el Señor, el cielo y la tierra?… ¿No es mi palabra como fuego, dice el Señor, y como martillo que quebranta la piedra?” (Jeremías 23:23-24, 29).
Nehemías 10 – Juan 11:17-37 – Salmo 119:33-40 – Proverbios 26:3-4