Durante el recorrido en un tren, unos viajeros hablaban de cosas cotidianas de sus vidas, de sus planes… Una mujer mayor los escuchaba. Alguien le preguntó qué pensaba ella.
–Sabe, dijo con acento extranjero, en mi caso lo he perdido todo. En mi país yo era rica y vivía con mi familia. Pero llegó la guerra civil y se lo llevó todo. Hace años que estoy sola en un país extranjero. Para poder sobrevivir, tuve que hacer trabajos a los que no estaba acostumbrada. Pero no me quejo. En mi soledad encontré a Dios. Ahora conozco a Jesucristo. En mi época de prosperidad nunca fui realmente feliz, ni siquiera estaba satisfecha. Pero con Jesús encontré la verdadera felicidad.
En el compartimento todos se silenciaron, cada uno reflexionaba…
Es bueno que nosotros también reflexionemos. Si hoy tenemos bienestar, mañana quizás atravesemos el sufrimiento, la enfermedad y la escasez. Sin embargo, esta eventualidad no puede destruir la esperanza y la tranquilidad de los que conocen a Dios. La verdadera felicidad no se encuentra en las cosas materiales, que pasan, ni en el amor humano, por muy valioso e importante que sea. Solo Jesucristo puede dar esta felicidad. Él ayuda, da paz, alegría, consuelo y vida eterna a los que confían en él. “Invócame en el día de la angustia; te libraré, y tú me honrarás” (Salmo 50:15).
“Nunca decayeron sus misericordias. Nuevas son cada mañana; grande es tu fidelidad” (Lamentaciones 3:22-23).
Sofonías 1 – Tito 3 – Salmo 109:6-19 – Proverbios 24:15-16