Cierto día un evangelista indígena fue atacado por delincuentes y arrastrado hasta la selva con los ojos vendados. Cuando llegaron a un claro, le quitaron la venda de los ojos y él pudo ver que unos cincuenta hombres acampaban en ese lugar. El líder le apuntó con un revólver y le ordenó que dejara de predicar, acusándole de desviar su pueblo a un dios extranjero, en lugar de luchar por la liberación de la humanidad. Sin miedo, el evangelista dio testimonio de Jesús, el Hijo de Dios. El jefe respondió:
–Puedo matarte, y nadie te ayudará.
–Es cierto, puedes matarme. Pero tengo un arma más poderosa que tu revólver.
–¿No lo registraron?, preguntó el jefe a sus compinches.
–Sí, y no tiene nada, respondieron ellos.
–No hablo de ese tipo de armas, explicó el cristiano. ¡Y mi arma solo será útil cuando usted dispare!
–¿De qué arma se trata?, preguntó el jefe, incrédulo.
–Puedes matarme. Pero mucha gente lo sabrá, y dirá: ¡La fe de los cristianos debe ser muy preciosa para que un misionero esté dispuesto incluso a morir por ella! Así mucha gente creerá en Jesucristo. Esa es mi arma.
El líder reflexionó, luego bajó su arma y dejó libre al evangelista.
“Os alegráis, aunque ahora por un poco de tiempo, si es necesario, tengáis que ser afligidos en diversas pruebas, para que sometida a prueba vuestra fe, mucho más preciosa que el oro, el cual aunque perecedero se prueba con fuego, sea hallada en alabanza, gloria y honra cuando sea manifestado Jesucristo… obteniendo el fin de vuestra fe, que es la salvación de vuestras almas” (1 Pedro 1:6-7, 9).
Nehemías 2 – Juan 6:41-71 – Salmo 118:5-9 – Proverbios 25:14-15