El último libro de la Biblia, el Apocalipsis, es algo misterioso. Los hechos anunciados allí pueden parecer oscuros y aterradores; de ahí el significado de terrible catástrofe que se da hoy a la palabra «apocalipsis», cuyo significado es: revelación. Sin embargo, podemos leer un pasaje alentador:
“Y me volví para ver la voz que hablaba conmigo; y vuelto, vi siete candeleros de oro, y en medio de los siete candeleros, a uno semejante al Hijo del Hombre, vestido de una ropa que llegaba hasta los pies, y ceñido por el pecho con un cinto de oro. Su cabeza y sus cabellos eran blancos como blanca lana, como nieve; sus ojos como llama de fuego; y sus pies semejantes al bronce bruñido, refulgente como en un horno; y su voz como estruendo de muchas aguas. Tenía en su diestra siete estrellas; de su boca salía una espada aguda de dos filos; y su rostro era como el sol cuando resplandece en su fuerza. Cuando le vi, caí como muerto a sus pies. Y él puso su diestra sobre mí, diciéndome: No temas; yo soy el primero y el último; y el que vivo, y estuve muerto; mas he aquí que vivo por los siglos de los siglos, amén. Y tengo las llaves de la muerte y del Hades” (Apocalipsis 1:12-18).
La majestuosidad del Señor Jesús brilla en todas estas imágenes, así como su santidad, su justicia, su poder. Pero sigue siendo ese Dios que aceptó ser un niño. Su gloria hizo caer al apóstol Juan a sus pies, y escuchar: “No temas”. Palabras de Jesús, Dios y hombre a la vez, quien amaba y levantó a su discípulo, y luego le reveló lo que iba a hacer. ¿A quién dice hoy: “No temas”? Al que humildemente se pone al abrigo del juicio por la fe en su sangre, la cual limpia de todo pecado.
Jueces 18 – Apocalipsis 19:11-21 – Salmo 147:12-20 – Proverbios 30:32-33