La belleza y la grandeza de Cristo aparecen en su perfecta humanidad. Él entró en este mundo como un hombre humilde, entre los pobres. Creció, trabajó, lloró, oró… Aunque no cometió pecado, fue perfectamente humano (Hebreos 4:15). Por eso Juan no dudó en recostarse a su lado (Juan 13:23). Sus discípulos le hacían preguntas. Era tan accesible que, en su ignorancia, los discípulos le reprendieron. Recibió personas de toda clase, y siempre tuvo compasión de ellas (Mateo 9:36; 14:14; Marcos 1:41). No curó solo a los que lo merecían, sino “a todos los enfermos” (Mateo 8:16).
Jesús trató amablemente a cada persona, pero también dijo la verdad. Por ejemplo, mostró a Nicodemo, un hombre religioso y erudito, su ignorancia en puntos esenciales, y eso sin palabras duras, sin herirlo (Juan 3:10-21). Con paciencia reveló las verdades más profundas a una mujer de Samaria; pero primero, con dulzura y firmeza, la confrontó con su pecado (Juan 4:7-29).
Todos los rasgos del carácter perfecto de Jesús poseen un equilibrio armonioso. En su mansedumbre no hay debilidad. Su manera de corregir nunca está acompañada de dureza. Cuando lo arrestaron y lo llevaron ante los jueces, respondió con calma y dignidad. En la cruz, mientras padecía terribles sufrimientos, pidió a Dios que perdonara a los que lo crucificaban (Lucas 23:34). Además, tuvo cuidado de su madre (Juan 19:26-27).
¡Cuán maravillosa es toda su Persona!
Jueces 13 – Apocalipsis 15 – Salmo 145:14-21 – Proverbios 30:17