Tomás, discípulo de Jesús, solo quería creer lo que veía. Esta es también la tendencia de quienes utilizan expresiones como: «Cuando vea, podré creer, ¡no antes!».
Tomás tenía dificultad para creer en la resurrección de Jesús, y en este punto era incrédulo. Sin embargo, se unió a los discípulos que decían haber visto al Señor vivo. Y, dando este paso, vio a Jesús y creyó.
Mostró su fe exclamando: “¡Señor mío, y Dios mío!”. Jesús le respondió: “Porque me has visto, Tomás, creíste; bienaventurados los que no vieron, y creyeron”.
Tal es la experiencia habitual del creyente: primero cree, luego ve, es decir, se llena del amor de Dios por la fe, y pronto contemplará sin reservas al Señor en el cielo.
Y usted que lee este mensaje, ¿qué otra prueba, aparte de las afirmaciones de la Biblia, necesita para convencerse? Si no cree, ninguna prueba le bastará, pues la fe no es el resultado de una experiencia humana, por extraordinaria que sea.
Para creer es preciso dejarse convencer por el Espíritu de Dios. Simplemente debemos creer y confiar en Dios, quien da la fe a los que le buscan. Jesucristo murió en la cruz para abrirnos el camino a su presencia, y para iluminar nuestra comprensión de lo que él es.
“De cierto, de cierto te digo, que lo que sabemos hablamos, y lo que hemos visto, testificamos; y no recibís nuestro testimonio. Si os he dicho cosas terrenales, y no creéis, ¿cómo creeréis si os dijere las celestiales?” (Juan 3:11-12).
Jueces 9:30-57 – Apocalipsis 11 – Salmo 144:1-8 – Proverbios 30:7-9