Un misionero llamado Andrés, quien llevó el Evangelio más allá de la cortina de hierro, contó lo siguiente:
«Le pregunté a mi amigo cómo estaba la iglesia local, a la que antes de la guerra civil asistían 400 personas, y dijo con tristeza:»La congregación se redujo a 40 personas… «. Luego, ocultando sus lágrimas, añadió:»De hecho, desde el domingo pasado, solo somos 39, pues una chica de 17 años fue asesinada… «.
Antes de que yo pudiera decir algo, una explosión me hizo sobresaltar: los combates se reanudaban. Solo me quedaban unos minutos antes de tener que dejar a mis amigos. Abrí mi Biblia y leí el pasaje donde dice que Jesús dio su vida “para destruir por medio de la muerte al que tenía el imperio de la muerte, esto es, al diablo, y librar a todos los que por el temor de la muerte estaban durante toda la vida sujetos a servidumbre” (Hebreos 2:14-15). Luego les ofrecí un pensamiento sobre la palabra miedo. El miedo a la muerte nos impide tener confianza. Es como si no estuviéramos lo suficientemente seguros de ir al cielo cuando muramos. Yo sabía que con todas las bombas que caían alrededor de ellos, el miedo era una reacción natural, pero quería animarlos recordándoles que el Señor había triunfado sobre la muerte, ¡así que ya no debíamos temerle!
Mi amigo asintió con la cabeza, mientras su mujer lloraba en silencio. Después de orar un rato juntos, nos despedimos».
Isaías 52-53 – Marcos 9:1-29 – Salmo 55:1-7 – Proverbios 15:3-4