La isla de Puerto Rico está situada en un lugar estratégico para el tráfico de drogas entre Sudamérica y Estados Unidos. La policía lo sabe y vigila. Muchos de los traficantes capturados han cumplido sus condenas en los centros penitenciarios de la isla. Una cristiana visitaba regularmente la prisión y a veces asistía al juicio de los reclusos.

Un día Héctor, un conocido traficante, fue condenado, pues su conversación con otro traficante había quedado grabada. Nuestra amiga lo visitó en su celda:

–Héctor, los jueces te declararon culpable debido a esa grabación. ¿Sabes que toda tu vida está siendo filmada y grabada por Dios mismo? Un día él te la mostrará. Si el hombre dispone de esos medios técnicos, ¿no tendría Dios los suyos?

Luego le pidió que leyera el capítulo 20 de Apocalipsis: “Y vi a los muertos, grandes y pequeños, de pie ante Dios; y los libros fueron abiertos, y otro libro fue abierto, el cual es el libro de la vida; y fueron juzgados los muertos por las cosas que estaban escritas en los libros, según sus obras” (Apocalipsis 20:12).

Ese día Héctor se arrepintió y confesó sus pecados ante Dios, reconoció que Jesucristo había muerto en su lugar, creyó que sus pecados habían sido perdonados. A partir de ese momento su nombre se halla escrito en el libro de la vida, y nunca será borrado.