Hay una gran belleza moral en esa asociación con que Moisés se identifica por completo con el pueblo. Él, así como Josué y Caleb, tuvieron que volver atrás, camino del desierto, en compañía de la incrédula congregación. Esto, según el criterio humano, parecerá duro; pero podemos estar seguros de que era bueno y provechoso. Hay siempre gran bendición en el hecho de inclinarnos ante la voluntad de Dios, aunque no siempre podamos comprender el cómo y el porqué de las cosas.
No leemos que esos honrosos siervos de Dios expresaran una sola palabra de murmuración al verse obligados a volver al desierto durante 40 años, a pesar de que estuvieron dispuestos a subir para poseer la tierra. No; ellos se limitaron simplemente a volver atrás. Y bien podían hacerlo, ya que Jehová había hecho lo mismo. ¿Cómo podían pensar en quejarse, cuando veían la presencia del Dios de Israel dando la vuelta hacia el desierto? Ciertamente la gracia paciente y la misericordia de Dios muy bien debió de enseñarles a aceptar de buen grado una prolongada estancia en el desierto y a esperar el bendito momento de entrar en la tierra prometida.
Es siempre una gran cosa someternos mansamente a la mano de Dios. Estamos seguros de levantar una rica cosecha de bendiciones con tal ejercicio. El verdadero secreto del descanso consiste, según él mismo nos lo enseña, en tomar sobre nosotros el yugo de Cristo. “Llevad mi yugo sobre vosotros, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas” (Mt. 11:29) ¿Cuál era este yugo? Era la absoluta y completa sujeción a la voluntad del Padre. Eso es lo que vemos con toda perfección en nuestro adorable Señor y Salvador Jesucristo. Él pudo decir: “Sí, Padre, porque así te agradó” (Lc. 10:21). Eso era para él lo principal: “Así te agradó”. Esto lo decidía todo.