En días de oscuridad, Dios siempre espera encontrar corazones fieles, dispuestos a cumplir su voluntad a toda costa. De ahí que el apóstol Pablo le diga a Timoteo: “Lo que has oído de mí ante muchos testigos, esto encarga a hombres fieles que sean idóneos para enseñar también a otros” (2 Ti. 2:2). Si yo mismo no estoy en la verdad, entonces no puedo enseñar. En cambio, si hemos conocido la dulzura y el gozo de salir a Jesús fuera del campamento, llevando su vituperio, entonces habrá algo que nos mantendrá allí, y nos ayudará a estimular a otros a recorrer el camino que ha traído tan profunda bendición a nuestras propias almas.
Tenemos el privilegio de sufrir con el Señor y para él, pero solo por un poco de tiempo. Fuera del campamento, aquí en la tierra, en el lugar del rechazo juntamente con Cristo, es lo que responde a nuestra porción celestial con él en lo alto. Estamos pasando de las escenas de la gracia a los reinos de la gloria. “Porque no tenemos aquí ciudad permanente, sino que buscamos la por venir” (He. 13:14). No esperamos quedarnos aquí. ¿Qué esperamos? La venida del Señor para llevarnos a estar siempre con él -esa es la feliz e inmediata esperanza de su Iglesia.
Veamos lo que ocurre fuera de ese campamento: “Así que, ofrezcamos siempre a Dios, por medio de él, sacrificio de alabanza, es decir, fruto de labios que confiesan su nombre” (v. 15). Allí hallamos la verdadera adoración. El sacerdocio santo del que habla Pedro (1 P. 2:5) entra en acción, y Dios recibe su porción en primer lugar. ¿Recuerda usted lo que les dijo a sus sacerdotes en el Antiguo Testamento? “Manda a los hijos de Israel, y diles: Mi ofrenda, mi pan con mis ofrendas encendidas en olor grato a mí, guardaréis, ofreciéndomelo a su tiempo” (Nm. 28:2). Nunca sabrá realmente lo que es la adoración hasta que esté fuera del campamento, en espíritu, alma y cuerpo.