En las grandes mentes suele haber una hermosa mezcla de majestuosidad y humildad, de grandeza y humildad. El más poderoso y santo de todos los seres que han pisado este mundo fue el más manso de todos. No es de extrañar que su emblema fuera un cordero o que el Espíritu que lo ungió viniera en la apacible forma de una paloma.
Nada de la pompa de este mundo ni de sus sueños de gloria carnal (ofrecidos por el tentador) tenían fascinación alguna para él. Soportó mansamente los agravios e indignidades innombrables ante el tribunal de Pilato, e ignoró las burlas y los insultos de los que rodeaban su cruz. Estas cosas no suscitaron ninguna mirada airada ni palabra amarga, sino solo un manso “Padre, perdónalos” (Lc. 23:34). Eligió la mansedumbre y la humildad de corazón como rasgos que sus discípulos debían estudiar e imitar, diciendo: “Aprended de mí”.
Qué diferencia tan inmensa entre los lemas del Señor y los de este mundo. El mundo dice: “¡Responde a la afrenta y reivindica tu honor!”, pero él dice: “Vence con el bien el mal” (Ro. 12:21). El mundo dice: “Cuando seas golpeado por tus errores, ten paciencia”, pero él dice: “Si haciendo lo bueno sufrís, y lo soportáis, esto ciertamente es aprobado delante de Dios” (1 P. 2:20).
Sé como el Señor -esfuérzate por conseguir un “espíritu afable y apacible” (1 P. 3:4). No hagas caso a Satanás ni desees un lugar más elevado en la Iglesia o en el mundo. Honra los dones de los demás y busca imitar su fe. Pon tu mayor esfuerzo en los motivos y en las acciones, y entonces no sufrirás heridas reales o imaginarias. El cristiano manso tiene un constante resplandor interior y un manantial de paz. ¡Ten por seguro que ninguna felicidad es igual a la que disfruta el cristiano manso!