Pedro les dice enfáticamente a estos cristianos judíos que, a diferencia de los hombres desobedientes, ahora eran, como cristianos, un “linaje escogido”, un “real sacerdocio”, una “nación santa” y un “pueblo adquirido”. Con esto hace referencia a lo que Dios le había dicho a Israel en Éxodo 19:6: “Vosotros me seréis un reino de sacerdotes, y gente santa”. Dios amaba a Israel, los había sacado de Egipto y quería tenerlos de forma especial como posesión suya, pero nunca cumplieron el deseo de su corazón. Así que los dejó de lado y ahora tiene un nuevo pueblo, formado por todos los creyentes cristianos, tanto israelitas como gente de las naciones.
Dios siempre ha querido habitar en medio de su pueblo, y por eso nos ha hecho una “casa espiritual” (1 P. 2:5), un templo en el que él habita por el Espíritu (cf. Ef. 2:21-22). Él quiere un pueblo cercano a sí mismo, y por eso también somos un “sacerdocio santo”, sacerdotes que pueden llegar a su presencia con “sacrificios espirituales” (1 P. 2:5). No quiere ser un Dios distante.
En las epístolas de Pedro, leemos acerca de dos sacerdocios. Uno es el “sacerdocio santo”, y el otro es el “real sacerdocio”, el cual busca representar a Cristo ante los inconversos de este mundo. Debemos mostrar las alabanzas, las virtudes y las excelencias de Aquel que nos ha llamado de las tinieblas a la luz. Hemos de representar a Cristo aquí ante un mundo incrédulo, para que puedan ver lo precioso y deseable que él es.
Cristo está ahora oculto en el cielo y el mundo no puede verlo, pero los hombres deberían poder verlo en nosotros. Se nos deja en la tierra para que reproduzcamos a Cristo en nuestras vidas y así pueda ser visto y conocido por aquellos que aún no lo conocen. No podemos hacerlo por nuestras propias fuerzas, pero él puede hacerlo en nosotros.