Toda alma regenerada tiene la capacidad y el deseo de agradar a Dios. Por el contrario, “los que viven según la carne no pueden agradar a Dios” (Ro. 8:8), y “sin fe es imposible agradar a Dios” (He. 11:6).
Enoc fue uno de los creyentes del Antiguo Testamento que agradó a Dios al mantenerse alejado de la contaminación y la impiedad de la cultura en la que vivía (He. 11:5). Entonces, antes del diluvio, Dios lo sacó de este mundo sin que pasara por la muerte. Enoc es una bella imagen de la esperanza cristiana de ser librados de la ira venidera. Sin embargo, Dios no se agradó en varios de los hijos de Israel. Ellos se caracterizaban por la codicia, la idolatría y la fornicación; además tentaron al Señor y murmuraron. Como resultado, Dios los derribó en el desierto, y esto fue escrito para nuestra admonición, para que evitemos cometer los mismos errores.
Buscar agradar a Dios tiene un efecto positivo en nuestra vida de oración. El apóstol Juan escribió: “Cualquiera cosa que pidiéremos la recibiremos de él, porque guardamos sus mandamientos, y hacemos las cosas que son agradables delante de él” (1 Jn. 3:22). Solo un Hombre, el Señor Jesús, pudo decir: “Yo hago siempre lo que le agrada” (Jn. 8:29). Por lo tanto, él es el ejemplo perfecto que debemos seguir. Aunque no siempre podamos complacer a Dios a causa de la carne miserable en nosotros, debemos recordar que (1) nuestra liberación se ha cumplido en Cristo; y que (2) tenemos, a través del Espíritu que mora en nosotros, el poder para someternos a Dios (Ro. 8:13).
Finalmente, tomemos en serio esta exhortación: “Por lo demás, hermanos, os rogamos y exhortamos en el Señor Jesús, que de la manera que aprendisteis de nosotros cómo os conviene conduciros y agradar a Dios, así abundéis más y más” (1 Ts. 4:1).