Es tan cierto ahora como lo fue siempre que “todo lo que el hombre sembrare, eso también segará” (Gá. 6:7). No se trata, pues, de especular acerca de la libertad de la gracia divina para tener en poco los decretos del gobierno divino. Las dos cosas son del todo diferentes y jamás deben confundirse. La gracia puede perdonar libremente, completamente, eternamente, pero las ruedas del carro del gobierno de Jehová continúan rodando con aplastante poder y aterradora solemnidad. La gracia perdonó a David su pecado; pero la espada del gobierno de Dios no se apartó de su casa hasta el fin. Betsabé fue la madre de Salomón; pero Absalón se levantó en rebelión.
Será muy conveniente para todos nosotros examinar minuciosamente, en la presencia de Dios, esa gran verdad práctica. Podemos estar seguros de que, cuanto más penetremos en el conocimiento de la gracia, tanto más sentiremos la solemnidad del gobierno de Dios y encontraremos enteramente justificados sus decretos. De esto estamos completamente convencidos. Pero hay un peligro inminente de admitir, de una manera ligera y sin cuidado, la doctrina de la gracia, mientras que el corazón y la vida no se hayan sometido a la influencia santificadora de tal doctrina. Hemos de vigilar cuidadosamente ese peligro con celo santo. No hay cosa más terrible que la simple familiaridad carnal con la doctrina de la salvación por gracia. Abre la puerta a toda clase de abusos.
De ahí que sintamos la necesidad de grabar en la conciencia del lector la verdad práctica del gobierno de Dios. Es muy conveniente en todo tiempo, pero muy especialmente en nuestros días, en los que hay una terrible tendencia a convertir la gracia de nuestro Dios en libertinaje. Notaremos invariablemente que aquellos que mejor saben apreciar las bendiciones de la gracia, más cordialmente justifican los decretos del gobierno divino.