Nehemías era copero del rey de Persia, un cargo importante y de confianza, ya que era responsable de servir el vino al rey y de garantizar su seguridad, pues debía asegurarse que la bebida no estuviera envenenada. Sin embargo, su corazón estaba con su pueblo en Jerusalén, el lugar donde el Señor había puesto su nombre y donde se encontraba el templo de Dios. Cuando, a través de su hermano Ananías y otros visitantes de Judá, se enteró de la situación en Jerusalén, de sus murallas destruidas, de sus puertas quemadas y de la débil condición del pueblo, lloró, se lamentó, ayunó y oró.
Su oración fue una oración de profunda confesión, la cual honró a Dios, y en la cual no hace acusaciones hacia el resto, sino por el contrario, pues se incluyó en el conjunto del pueblo. Aunque él era un hombre piadoso, se identificó con los pecados de su pueblo Israel y con las oraciones de otros siervos de Dios. Le recuerda a Dios lo que ha prometido, pidiéndole obtener “gracia delante de aquel varón (el rey)” (v. 11). Nehemías continuó ayunando y orando de esta forma durante algunos días “delante del Dios de los cielos”.
“Como los repartimientos de las aguas, así está el corazón del rey en la mano de Jehová; a todo lo que quiere lo inclina” (Pr. 21:1). Un día el rey se dio cuenta que Nehemías estaba triste. Tener un semblante triste delante de su presencia podía ser fatal, pues los reyes persas insistían en ser tratados, en ciertos aspectos, como dioses. Pero solo de Dios se puede decir con rectitud: “En tu presencia hay plenitud de gozo; delicias a tu diestra para siempre” (Sal. 16:11). Dios respondió las oraciones de Nehemías e hizo que el rey lo envíe a Jerusalén como gobernador para reconstruir la ciudad.