Cada conversión es única y sorprendente. Veamos la de Pablo, descrita en la Biblia. Antes de ser el apóstol Pablo, a quien Dios confió revelaciones decisivas, persiguió a los cristianos que formaban la Iglesia naciente. Pero el Señor le hizo dar un giro completo cuando se le reveló. Desde entonces, trabajó toda su vida por el bien de esa Iglesia que antes había querido destruir.
Convertirse significa mirar a Dios y reconocer que le hemos dado la espalda, y que no tenemos ninguna manera de justificarnos. Entonces debemos continuar nuestra vida, pero en una dirección diferente, dando media vuelta. Esto es inexplicable, pero la conversión se produce en la persona que viene a la luz del Dios santo, reconociendo su estado ante Dios y el juicio que merece. Lucas nos habla de un hombre que, sintiendo su alejamiento de Dios, simplemente clamó: “Dios, sé propicio a mí, pecador” (Lucas 18:13).
La conversión nos permite conocer el perdón de Dios y recibir la nueva vida que Cristo da a los que se arrepienten, pues Jesús dijo: “Os es necesario nacer de nuevo” (Juan 3:7). Es necesario creer que “Dios envió a su Hijo unigénito al mundo, para que vivamos por él” (1 Juan 4:9), que “Cristo murió por nuestros pecados… y resucitó” (1 Corintios 15:3). Dios no obliga a nadie; pero como ama a los seres humanos, su deseo es que todos cambien de rumbo, que se conviertan y entren en el reino de Dios.
Josué 22:21-34 – Santiago 3 – Salmo 137 – Proverbios 29:5-6