El apóstol Pablo estaba en Jerusalén y era víctima de una violenta oposición por parte de sus antiguos correligionarios. Con dificultad escapó de las intenciones asesinas de los soldados romanos, pero tuvo que comparecer ante los sumos sacerdotes y el tribunal religioso. En cuanto empezó a hablar, el sumo sacerdote ordenó golpearle en la boca. Pablo reaccionó con palabras bruscas, sin saber que se trataba del sumo sacerdote. Pero en cuanto lo supo, retiró sus palabras. Reconoció la dignidad de este hombre, establecida por Dios, a pesar de su maldad. Luego predicó sobre la resurrección de los muertos, un tema que enfrentó a sus oyentes. Se produjo un gran alboroto, y Pablo tuvo que ser arrebatado de la violencia de sus oponentes y llevado nuevamente a la cárcel.
¿Qué sentiría Pablo, como prisionero, durante esa noche? ¿Impotencia, turbación, remordimiento por haberse irritado… ? Fue entonces cuando su Señor se acercó a él y lo consoló.
En nuestra vida cristiana hay momentos difíciles, en los cuales estamos turbados o en conflicto. A veces somos culpables, y nos sentimos agobiados, confundidos o avergonzados. En esos momentos el Señor viene a nosotros y nos habla personalmente, nos hace sentir su presencia, sin hacernos reproches. Unas palabras tiernas, exactamente adaptadas a nuestro estado de ánimo, alivian nuestro corazón y nos dan fuerzas para seguir adelante. Cuando no queda nadie, ¡el Señor siempre está ahí, pues él no cambia!
Josué 22:1-20 – Santiago 2 – Salmo 136:23-26 – Proverbios 29:3-4