Se dice que una mujer se acercó a Napoleón, llorando, para pedirle el perdón para su hijo. El emperador respondió que era imposible, pues ese joven soldado había desertado, e incluso traicionado, por lo que la justicia exigía que fuera fusilado.
–Pero yo no pido justicia, suplicó la madre. Pido perdón.
–Señora, le repito que su hijo no merece el perdón, reiteró Napoleón.
–Señor, gritó la mujer, ¡no sería un perdón si lo mereciera! ¡Un perdón es todo lo que pido!
–Bueno, en ese caso, le daré el perdón.
Y el emperador lo perdonó.
No puedo ganar el favor de Dios presentándole buenas obras o poniendo excusas, pero si apelo a su infinita compasión, a su inmensa misericordia, nunca seré defraudado: él concede gratuitamente su gracia y la salvación a todo el que se la pide. De hecho, admitir que no podemos hacer nada por nosotros mismos, que estamos perdidos, que no tenemos solución, también es reconocer que Dios existe, que puede y quiere salvarme. Él nos ama de verdad, con un amor eterno (Jeremías 31:3), inmerecido (Romanos 5:6), aunque nos sintamos miserables, indignos de ser amados. ¡Jesús vino precisamente por estas personas! Dijo: “No he venido a llamar a justos, sino a pecadores al arrepentimiento” (Lucas 5:32). Arrepentirse significa llevarle nuestra miseria, nuestra indignidad, nuestras faltas. Hágalo y tendrá inmediatamente la seguridad de su perdón; conocerá su gracia y su paz.
Josué 19 – Colosenses 3 – Salmo 135:15-21 – Proverbios 28:25-26