Cuando un barco se halla en medio de una tormenta, echar el ancla permite estabilizar y asegurar el navío durante un tiempo. En el primer versículo citado hoy, los marineros angustiados lanzaron las anclas al mar para evitar que el barco se estrellara contra las rocas.
En nuestra vida también hay tormentas. ¿A qué aferrarnos para resistir en medio de la enfermedad, la inseguridad? La tormenta puede angustiarnos cuando perdemos el gusto por la vida, cuando tenemos miedo a la muerte… Echar el ancla, como estos marineros, es una imagen de los medios humanos que están a nuestra disposición para intentar resolver nuestros problemas, u olvidarlos. Pero no proporcionan una verdadera seguridad. Y mucho menos un lugar seguro en un puerto.
El segundo versículo nos habla de los verdaderos creyentes que aún están en la tierra. Tienen una esperanza, un vínculo con Jesús en el cielo, y por lo tanto están firmes y eternamente unidos al Hijo de Dios.
Esta “ancla del alma”, este vínculo estrecho e indestructible con Jesús, es el privilegio de todo creyente. El mismo Señor dice: “El que cree en mí, tiene vida eterna” (Juan 6:47). El amor de Jesús, su Salvador, es lo que une al creyente con Jesús. ¡Él dio su propia vida para salvarnos, por lo tanto, nunca nos abandonará!
Como cristiano, si estoy atravesando un mar tempestuoso (prueba personal, violencia, guerra, cataclismo…), sé que nada puede separarme del “amor de Dios, que es en Cristo Jesús Señor nuestro” (Romanos 8:39).
Josué 15 – Colosenses 1:1-14 – Salmo 134 – Proverbios 28:19-20