Nuestro amigo se estaba muriendo. Había conocido la enfermedad, el sufrimiento físico, el sufrimiento moral de quien siente que dejará a su familia. Tras la pérdida de fuerzas, de facultades, después de largos meses de lucha contra la enfermedad, de esperanzas de curación, de oraciones… murió. Dios, a quien servía, no lo sanó, considerando que era mejor llevarlo a su presencia.
La Biblia no invita a considerar la muerte a la ligera. Aunque el apóstol Pablo habla de ella como de una ganancia, también dice que Dios tuvo compasión de uno de sus amigos y lo sanó (Filipenses 2:27). La muerte sigue siendo un paso solemne. Es la consecuencia de la desobediencia del primer hombre a Dios, y desde entonces, nadie escapa de ella.
Algunos cristianos piden que el día de su funeral no haya tristeza. ¿Creen que la muerte no es nada, que no debe asustar a nadie? ¡No! Saben que la muerte es el enemigo más terrible del hombre; pero, sobre todo, que es un enemigo vencido, y eso marca la diferencia. Están seguros de que Jesucristo hizo la paz con Dios por medio de su sacrificio, que pagó por toda nuestra desobediencia e ignorancia de Dios. Tienen la seguridad de que la muerte física no hace más que abrir la puerta del cielo para el creyente, porque Jesús dijo: “El que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá” (Juan 11:25). ¿Es también la suya?
Deuteronomio 27 – Juan 17 – Salmo 119:105-112 – Proverbios 26:21-22