– Antes de comenzar su servicio público, Jesús fue bautizado por Juan en el río Jordán, uniéndose así a los que se arrepentían y confesaban sus pecados. Pero Dios no quería que Jesús, quien no tenía pecado, fuera confundido con los pecadores que lo rodeaban. El cielo se abrió, y Dios el Padre declaró: “Este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia” (Mateo 3:17).
– Poco antes de su crucifixión, Jesús subió a una montaña con tres discípulos. Su rostro se iluminó, sus vestiduras resplandecieron; se mostró a ellos en su majestad. Moisés y Elías aparecieron en la escena. Para prolongar ese momento excepcional, Pedro propuso hacer tres enramadas, para Jesús, Moisés y Elías, poniendo así a Jesús al mismo nivel de estos dos profetas. Entonces Dios Padre intervino otra vez para afirmar la dignidad de su Hijo (Marcos 9:2-8).
– Jesús estaba en la cruz. Ya no se hallaba en medio de pecadores arrepentidos, ni entre dos profetas respetables. Estaba crucificado entre dos malhechores. Le habían quitado la ropa. Sus compañeros de tortura lo insultaban. Líderes religiosos, soldados y transeúntes contemplaban el espectáculo. Se burlaban de él, lo despreciaban, lo provocaban. Peor aún, desafiaban a Dios para que lo librara, ya que Jesús había confiado en él. ¿Permitiría Dios que su amado Hijo fuese tratado así? ¿Intervendría nuevamente, como lo hizo en el Jordán o en la montaña? No… Dios guardó silencio. ¿Por qué? Para salvar a los pecadores que se rebelaron contra él. ¡No merecemos el amor de Dios, sin embargo, él nos ama!
Números 31:1-20 – Lucas 8:1-25 – Salmo 86:7-13 – Proverbios 19:26-27