Se había reunido mucha gente en Jerusalén para la fiesta de los tabernáculos. Allí Jesús halló a los principales judíos llenos de odio, que procuraban matarle (Juan 7:1, 19). Cuando cada uno se fue a su casa, Jesús se fue al monte de los Olivos. ¿Le seguiría alguien? Sí, algunos discípulos, rechazados como él, pero que más tarde llevarían el mensaje del Evangelio por toda la tierra.
Los demás tenían una casa en esta tierra. Se hallaban a gusto en ella, pero sin el Salvador. Jesús no tenía casa en este mundo.
En el monte de los Olivos había un huerto, un lugar solemne donde Jesús, postrado sobre su rostro, suplicó a su Padre: “Si es posible, pase de mí esta copa”. Pero este deseo no pudo ser concedido, porque Dios quería salvar a los hombres, y esta copa era el juicio de Dios por nuestros pecados, los cuales Jesús llevó en la cruz. Por eso, con perfecta obediencia, Jesús agregó: “Pero no sea como yo quiero, sino como tú” (Mateo 26:39).
Desde ese mismo monte de los Olivos, después de su muerte y su resurrección, Jesús subió al cielo para sentarse a la diestra de Dios (Marcos 16:19; Hechos 1:10-11). Ahora él está allá como Hombre glorificado, precursor de los creyentes en la gloria. Sobre este mismo monte volverá como vencedor y aparecerá glorioso, acompañado por todos los suyos glorificados (Zacarías 14:4). Sus pies se posarán de nuevo en el lugar donde sufrió y desde donde subió al cielo. Este monte será testigo de su gloria, como lo fue otrora de sus sufrimientos.
Números 17 – Lucas 1:1-25 – Salmo 79:8-13 – Proverbios 18:23-24