Por medio del Espíritu, Juan el Bautista fue utilizado para la conversión de muchos israelitas al Señor su Dios, predicando: “Arrepentíos, porque el reino de los cielos se ha acercado”. Él fue un testigo fiel que se le reconocía por la ropa que vestía y los alimentos que comía (Mt. 3:2, 4). Cuando otros resaltaban su servicio, él se aseguraba de que la gloria fuera para el Señor Jesús: “He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo” (Jn. 1:29). A sus ojos, él no era digno de desatar la correa de las sandalias del Señor. Llenémonos también completamente de Cristo, olvidándonos de nosotros mismos, como dijo Juan: “Es necesario que él crezca, pero que yo mengüe” (Jn. 3:30).
Juan terminó en la cárcel por denunciar fielmente el matrimonio inmoral del rey Herodes. Más tarde, al oír hablar de las obras de Cristo, Juan se sorprendió de que todavía estaba en la cárcel cuando el verdadero Rey había llegado. Envía a dos discípulos a preguntarle: “¿Eres tú aquel que había de venir, o esperaremos a otro?”. El Señor Jesús los envió de vuelta a Juan con un testimonio directo de sus obras de gracia, acompañado de una suave exhortación: “Bienaventurado es el que no halle tropiezo en mí” (Mt. 11:3, 6). Sí, el Rey había llegado, pero no de la manera que Juan esperaba. El Señor primero debía tratar el tema del pecado antes de reinar y luego ejercer el juicio.
Ante la multitud reunida, el Señor Jesús defendió a su siervo. Lo llama “más que profeta”, y añadió: “Entre los que nacen de mujer no se ha levantado otro mayor que Juan el Bautista” (Mt. 9, 11). ¡Qué magnífico testimonio! Algunos podrían haberle reprochado su fe dubitativa, pero el Señor se compadeció de él por su desánimo y le devolvió su reputación. Juan era esa “antorcha que ardía y alumbraba” que había dado un fiel testimonio de Jesús (Jn. 5:35). Los que pertenecemos al reino de los cielos somos más grandes que Juan (Mt. 11:11), gracias a lo que poseemos en virtud de la muerte, resurrección, ascensión y glorificación del Señor, y por el don del Espíritu Santo que habita en nosotros. Pero, ¿qué pasa con nuestra consagración personal y práctica a Aquel que se entregó por nosotros!